Libro Camino de Estelas por Guillermo Fernández

Prólogo por Alfonso Chase

Uno tiene la idea de que Guillermo Fernández siempre está escribiendo un relato. Tal vez una historia, que luego habrá de convertirse en cuento o en una serie de circunstancias que terminan transformadas en narraciones. La mayoría de ellas contadas primero a sí mismo, luego compartidas con sus lectores y, al final, convertidas en palabras escritas, que recogen lo que el autor ha elaborado por años, todo aquello que saben sus personajes de su propia existencia, o lo que termina, el escritor, adjudicándoles de su propia vida: el papel de ilusionista que pareciera adquirir.

Fernández nunca escribe deliberadamente un libro de cuentos, sino que estos se tornan volumen cuando, agrupados, nos muestran una etapa de escritura sólida: cada narración escrita en su propio valor e importancia, como si el autor estuviera escribiendo un solo libro, con múltiples personajes, algunos relacionados entre sí, en ese ámbito social, ingenuo o casi perverso, en el cual se desarrollan: desde académicos, ejecutivos, secretarias, aventureros, periodistas, críticos de cine, excapos de los campos de concentración, extraterrestres, genealogistas, o simples mujeres en busca de hacer algo.

Hay una ternura solapada en el lenguaje en que se expresan: lugares comunes, emociones contenidas, sueños que apenas se expresan, como si caminaran por un sendero marcado por estelas, que conducen a ninguna parte. Parece que solo una sutil plasticomanía (para utilizar un término del propio autor y que puede expresar el vendaje de la verdad), les motivaran a dichos personajes a buscarse su propio rostro. Estos personajes fogosos, raros, constituyen una galería del agitado destino humano.

Guillermo Fernández no es sus animados personajes y muchas veces se inventa un lenguaje particular para ellos, para singularizarlos, en las diferentes estancias de más de una década de narrar sus vidas, donde tomando distancia él mismo, los deja moverse como figuras que adquieren vida propia, como debe ser en el universo de la literatura.

La mampostería de sus narraciones muestra, a veces, atmósferas al borde de la desintegración, que se corresponden con el pensamiento de sus héroes y heroínas, la mayoría de las veces muy íntimamente desgraciados, que se recomponen internamente, gracias a la ironía, el sarcasmo, con su mueca incluida. Muchos perviven en la tácita interrogación de dónde han sido colocados y hacia dónde van, con esa coraza de vulnerabilidad, que amenaza fracturarse. Otros se pierden en los vericuetos de algún extraño guion biológico, que los concatena unos con otros, aunque apenas se conozcan de largo, o solo finjan mirarse para así compartir hipnóticos sueños.

Eso es lo que diferencia la labor narrativa, cuento y novela, de Guillermo Fernández, para singularizar el hecho de cómo escribe y plantea el valor de sus argumentos, unidos al lenguaje claro, bestialmente humano, sardónico, con arquitecturas de palabras usadas para presentar el realismo fabuloso, como si formaran parte de un bestiario o un cuadro de Remedios Varo, sin heroísmos de pacotilla, con todos esos personajes que asumen el rol de fantasmas que descargan el revólver del arte, con silenciador, sobre el cuerpo de nosotros, sus lectores. Estos cuentos le dan una sonora bofetada, casi invisible, a todos los realismos costumbristas que pudieran existir en la provincia de las letras.

Me surgieron palabras liminares para estos cuentos de Guillermo Fernández que no las necesitan. Quizá se requiera de un estudio para el conjunto, como antología. Un estudio más detallado sobre el entorno social y laboral de sus personajes, el deterioro social de los ambientes de clase media, la luminosidad de los centros comerciales, las máscaras, maquillajes y vestuarios de hombres y mujeres. Los disfraces para cubrir lo real solitario que los descoyunta, atraídos por la suprema grandeza del misterio, del cual Guillermo Fernández es casi joven maestro.

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